No me juzgues. Demasiadas voces han de colgarme de la torre más alta sin antes escucharme. No seas uno de ellos. Dame una oportunidad de contarte mi historia.
Hacía algún tiempo que las cosas se habían empezado a deteriorar. Ya no éramos los mismos de antes. La distancia entre ambos era cada vez más notable y me era imposible seguir conteniéndome. No podía verlo mirar otras caras. No podía soportar que buscara otras sonrisas y no las mías. Dolía bastante no poder besarlo cuando estaba cerca; seguir viviendo bajo el mismo techo, pretendiendo ser dos extraños, se había tornado un infierno. Algo tenía que hacer, pero nunca entendí la magnitud de mis hechos hasta hoy.
Pensé que era un buen remedio, pensé que así él volvería a pensar en mí y a tenerme en su corazón. Pensé tantas cosas. Ojala pudiese volver el tiempo atrás. Volver hacia aquellas tardes de verano en la que mirábamos pasar el tiempo agarrados de la mano. Pero el tiempo no vuelve atrás. Y el hermoso antes se había esfumado para siempre.
Antes era todo tan distinto, me repetía para mis adentros constantemente. Antes él era la razón por la cual yo respiraba. Éramos uno, en cuerpo y alma. Y nuestros corazones latían al unísono. Solíamos ser tan felices. Solíamos pasar horas sentados, hablando de nada y de todo. Nos reíamos como locos y nos besábamos como si no nos hubiéramos visto en años. Él me conocía tan bien. Yo recostaba mi cabeza en sus piernas mientras él tan cuidadosamente desenredaba mis rulos despeinados por el viento y la locura de nuestro amor. Antes era todo tan distinto. Antes la vida nos regalaba sonrisas a cada instante. Pero de a poco la felicidad se nos iría de las manos.
Él era un hombre de paciencia. O por lo menos la tenía conmigo. Nunca cuestionó mis ataques de demencia. Nunca me levantó la mano. Nunca me hizo daño. Hoy pienso en lo injusta que fui. Mi amor no merecía lo que pasó. Pero así y todo, era la única forma de que no se alejara más de mi, o por lo menos eso era lo que yo creía. Lo quería para mí y para nadie más. No podía dejar que se distanciara más. No podía ni quería dejar que besara otros labios que no fueran los míos. Mi ambición. Mi insensatez por tenerlo más allá de lo que se me estaba permitido me llevaría a hacer algo de lo que me podría arrepentir.
Fue así que un día me decidí. Esto tiene que terminar hoy, me dije. Busqué su foto, la única que no había quemado, y mirándolo pensé “de hoy en adelante no vas a besar otros labios que no sean los míos, de hoy en adelante no vas a pensar en otra que no sea en mí, de hoy en adelante no vas a respirar sino por mí”. ¡Qué delirio el mío! Querer volverlo a tener era lo único que me importaba e iba a llevarlo acabo sin importar las consecuencias. Claro, aunque ahora me arrepienta, en ese momento no estaba segura de cuales serían las consecuencias.
Era un sábado a la mañana. Él se levantaría temprano como de costumbre, le llevaría el desayuno, hablaríamos un rato, y en el momento menos esperado actuaría. Me levanté antes que él. Me vestí y fui a preparar el mate cocido como en los viejos tiempos. Hoy es el día, me decía. Le corté la fruta que más le gustaba y serví el jugo de naranja. Antes de terminar de preparar todo fui a verlo por última vez a la pieza. El dormía tan dulce como siempre. Parecía tan tranquilo. Nunca se lo vio venir, menos de mí.
¿Sería capaz de hacerlo? Sí, una y otra vez. “Es tu única salida”, me decía una voz. Es la única salida que tengo después de haberle pedido tantas veces que volvamos a ser los de antes. Es la única salida después de haberle declarado que mi amor por él aún era el mismo y que no soportaba seguir viviendo bajo el mismo techo sin poder besarlo, sin poder abrazarlo. No soportaba verlo distante. Era por el bien de los dos. Mentira. Era por mi egoísmo desenfrenado y alienante de no encontrar otra salida para volver el tiempo atrás.
Se empezaba a despertar. Volví rápido a la cocina, agarré la bandeja y me encaminé a la pieza. Antes de llegar guarde el instrumento que iba a usar en mi bata, él nunca sospecharía. El estaba sorprendido de verme llegar con el desayuno. “Como en los viejos tiempos” le dije y sonrió. No cruzamos palabras salvo las de cortesía “no tenías por qué” “es que hace tiempo que no lo hacía” “igual te doy las gracias” (suspiros) “no hay de qué, es mi deber” (sonrisas, no del todo honestas) y un “estas linda esta mañana” (que era su forma de que callarme).
Justo antes de que se levantara le dije “tengo que hablar con vos”. Se dio vuelta y me miró. Esos ojos grandes habían sido mi perdición. “Sabes que nunca dejé de amarte, y hoy vas a ser mío otra vez”. Ni siquiera gritó. Pero el alma se le había ido del cuerpo en menos de lo que dura un suspiro. ¿Dónde estás? No se suponía que fuera así. ¡No tenías que irte del todo!
Hoy me hago cargo de mis hechos. No pensé que sería así, creía que seguirías conmigo. Por amor, lo hice por amor. Porque te amé como a nadie. Porque quería vivir mi vida a tu lado. ¡Perdón! El daño que hice ha traspasado los límites de mi propia cordura y las voces que me juzgan no han de callarse. Por amor, fue por amor…